Powered By Blogger

La primera foto en casa

La primera foto en casa

lunes, 16 de marzo de 2009

viernes, 2 de febrero de 2007

Roko, mi mejor amigo.

Hablar de Roko es la nostalgia de algo perdido e irrecuperable.
Del amor incondicional. De la fidelidad. Del amor irracional, como si el amor no fuese siempre irracional, y más aún con un ser de ese tipo.
Lo conocí de forma casual, y creo que fue el ser irracional que dejó la más honda huella en mis años de vida.
Era un tiempo que a causa de problemas diversos, me apliqué una terapia de tipo ocupacional que consistía en pasear perros, de forma individual y personalizada, no como hacen actualmente en las grandes urbes, sea New York, París o Buenos Aires, que llevan atados, casi corriendo a 15 o 20 animales para tenerlos un rato en un espacio, no siempre verde, casi siempre presos, porque sus dueños no tienen tiempo de pasearlos convenientemente.
Un perro necesita de un amo, que lo identificará con el líder de la manada, de una guía, de una compañía que lo atienda y acaricie, no sólo pasear un rato para que haga sus necesidades fisiológicas. Necesita algo más, olfatear mil rastros, descubrir información que para nosotros pasan inadvertidas, marcar su territorio, y porque no, el sueño de encontrar un amor.
Levantarse temprano y tener una obligación, ese era el objetivo de la terapia. Podía fallarle a una persona, inclusive a mí mismo, pero no podía dejar a un perrito sin su paseo diario, sus caricias y su educación,
Una vez acostumbrados, me esperaban ansiosos, adivinando mi presencia antes de pulsar el timbre. Algunos hasta me veían o sentían mi olor, no sé, desde un tercero o quinto piso; cuando me aproximaba, si les daba un silbido, respondían con un ladrido corto, desapareciendo del balcón y me imagino, yendo hasta la puerta de entrada. Los perros viven lo inmediato, el presente, y no se podrían dar cuenta que yo aún tenía que entrar, y esperar el ascensor y subir. Me esperaban impacientes. Al oírme llegar raspaban la puerta. Saltos y gruñidos de alegría me hacían sentir que había valido la pena levantarse temprano.
Llegué a tener varios clientes seguidos, en el mismo barrio. La primera, Dana, era una simpática perra, mestiza de pastor alemán, la recogía a las siete, mientras su dueña y abuela, atendía a su nieta, para llevarla al colegio. Tenía que ser muy puntual, pues la buena señora tenía el tiempo justo para arreglar a la nena, llevarla al colegio y luego ella misma salir a su trabajo, y en ese momento entregar a Dana de vuelta, que quedaba en casa hasta la tarde, donde ella, ya sin obligaciones la sacaba un rato.
Estos quehaceres la entretenía casi una hora, el tiempo que yo la paseaba mientras hacía sus necesidades, y recibía la atención debida.
En cierta ocasión que el ascensor averiado estuvo parado por varios días, para evitar tener que subir cinco pisos, le enseñé a bajar y subir sola por la escalera. Como siempre me esperaba en el balcón, pulsaba el portero eléctrico y oía los ladridos a través del interfono, me había visto o olfateado y esperaba junto a la puerta, impaciente, luego al entrar al edificio los oía en el hueco de la escalera, desde abajo yo la animaba a bajar, entre los dientes traía la correa. Al volver, lo mismo, mientras la dueña le decía desde arriba – ¡anda Dana, sube!-que me tengo que ir.
A veces se demoraba, claro, no quería volver y le tenía que acompañar uno o dos pisos. Hasta que al fin resignada obedecía a su dueña que la urgía a subir.
Luego era el turno de un schnauzer gigante que lo traía su dueño hasta su negocio, una peluquería de señoras, en los bajos del edificio de Dana, ella otra vez en el balcón ladraba llamándome la atención, era un ladrido diferente, como de reproche por haberla dejado e irme con otro colega.
Lo paseaba a Tro, trueno en catalán, así estaba bautizado, fuera de la vista de Dana, que imaginaba me estaría buscando, quizás oliéndome.
De vuelta pasaba por la puerta de la peluquería, y se lo dejaba a su madre, que vivía en la puerta siguiente.
Mas tarde era el turno de un bulldog cuya dueña no podía controlar. Le tuve que enseñar a no tirar, pues estaba muy mal acostumbrado. Tardó en aprender, mas al final reconoció quién era el líder. Los domingos lo sacaba su dueña, y los lunes me comentaba muy contenta: - ahora va como un corderito, ¿Qué inteligentes son, verdad?, ¡Que rápido aprendió!-

.El sábado por la mañana sólo sacaba al schnauzer. Oía invariablemente a Dana, siempre en el balcón, vigilante, de esta vez era un aullido lastimoso. ¿Le gustaría el schnauzer? ¿Me llamaba para sacarla? ¿Me reprochaba por no estar saliendo con ella?
La verdad que Tro era un hermoso animal, de la talla de ella, y más joven, seguro que le gustaba.
Me hubiese gustado presentarlos... pero, la “mamá” de Dana se oponía a todo trato masculino, inclusive para su perra.
Era divorciada igual que su hija y con evidentes malas experiencias con los hombres. A través del amor que Dana me profesaba le caí simpático, y confió tanto que llegó a dejármela algunos fines de semana, confesando que nunca se la había dejado a nadie, y menos a un hombre- pensé-.
En esas ocasiones aproveché con mucha paciencia a enseñarle un truco muy difícil: consistía en agarrar una pelotita desinflada de un lugar inaccesible desde el suelo, a una altura de un metro con 60 aproximadamente, sobre un soporte metálico adosado a una pared, un contenedor de señales de tráfico, seguramente.
Para llegar hasta la pelota, tenía que subirse a un pequeño muro de contención entre jardines, que sólo tenía acceso a unos 30 metros, con un tramo de escalera. Las primeras veces la llevaba hasta el tramo de escalera, la hacía caminar por el borde del muro de no más de 20 cm de ancho, mientras yo desde abajo la animaba a seguir hasta el final. Ella no entendía para que el caminar por esas alturas, y se iba por el jardín, o se volvía. Volvíamos a empezar, le ponía la correa y la obligaba a caminar por el borde. Tenía que llevar la pelotita y colocarla en el lugar para que ella viera cuál era el objeto de caminar por el muro. Ahí, ya veía la pelota, tenía que estirarse, para con una pata tratar de agarrarla, cosa que no podía, entonces tenía que golpear y tirar la pelota al suelo, mientras con la otras patas mantener el equilibrio; seguidamente daba un salto espectacular para cazarla. Conseguí hacerle un par de fotos de tal proeza, que también fue para mí hacerlas.
( Ver fotos a la derecha, donde se aprecia la pelotita cayendo y ella detrás)



.
Después de aprendido el truco, era sólo decirle, -aquí esta la pelota-mientras la colocaba, ¡busca!-– algún otro paseante de perro veía esto y se daba cuenta que no la podría agarrar, mirándome como diciendo –pero cómo lo obliga a este pobre animal- y quedaba pasmado cuando como una flecha salía Dana, hasta la escalera, trotaba por el borde del muro, llegaba hasta donde yo estaba, y volteaba la pelota. Increíble.
Sólo le faltaba saludar al público.
Muy contenta me la daba, yo la recompensaba con efusivas caricias y palabras adecuadas, volvía a colocarla y salía rápidamente a cumplir la orden.
Se me ocurrió el truco cuando le compre la pelotita- era la tercera que rompía-y la primera vez que se la tiré la pinchó, ésta era peor que las otras que habían durado un poco más... y ya no servía para tirarla rodando y botando lejos. Para seguir jugando con la pinchada se me ocurrió colocarla encima de algún sitio, un banco de la plaza, su respaldo, un hueco en una pared de piedra, una rama baja, siempre algo más difícil, además sólo la podía agarrar cuando yo le daba la orden. La colocaba en el lugar elegido, nos alejábamos, ella retrocediendo de mala gana y sin perder de vista la pelotita. Luego a sentarse y esperar la orden de ¡busca!, y salía disparada.

Los sábados después de dejar a Tro, volvía a casa para recibir algún cliente canino que se quedaría hasta el domingo por la noche.
Trato personalizado especial. Me lo traían y lo venían a buscar, con su comida balanceada, sus platos, su mantita y hasta algún juguete. A veces seguían un tratamiento y debía darle ciertas medicinas. Sus dueños encantados con esta atención casera, pues tenían malas experiencias cuando los dejaron en algún establecimiento que pretendían ser eficaces, pero que en dos días los perros no paraban de ladrar, hasta quedar afónicos, no comían ni bebían, y volvían asustados, temerosos y sólo querían echarse en su rincón preferido y dormir.

Así conocí a Roko.
Fue un cliente de fin de semana. Me lo dejó David, con quién a la larga nos unió una buena amistad. Un perro consiguió que dos hombres se hicieran amigos.
En cuanto nos vimos hubo un entendimiento inmediato, me imagino que le gusté olfativamente- ¿Olería un poco a Dana o a Tro?- ¿Aceptación inmediata como jefe de la manada?-, hubo una especie de amor a primera vista, o a primer olfato, para él, y pensé que llegado el caso- me podría quedar con ese perro.
Bueno, también lo pensaba de Dana o de Tro, en principio por ser grandes...aunque sabía que no me podía dar el lujo de tener mi propio perro. Tenía proyectos de viajar a corto plazo, y entonces, ¿Dónde lo dejaría?.¿Qué sería de él?
El fin de semana nos conocimos mas profundamente, hacia la noche coloqué su mantita al lado de mi cama, y después de acomodarla a su gusto con varias vueltas se acurrucó, dispuesto a dormir. Quedamos muy conformes uno y otro.
No ladraba por cualquier cosa, apenas gruñía si notaba que yo me inquietaba, condición indispensable para conquistarme. En la calle era la atracción sobretodo de las mujeres-, cosa que me permitía decirles en broma -¿Qué pasa, las caricias sólo para él?- No había una que no se parase a acariciarlo, preguntar su nombre, raza o edad y él, después de lamerle la mano, trataba de olfatear para conocerla mejor... en el lugar... mas adecuado, lo que provocaba risas... yo le reñía por su atrevimiento... y me disculpaba por él, diciéndole que los perros tienen el olfato mas desarrollado... que nosotros, lo que nosotros vemos, ellos lo olfatean mejor... -al final me hacía un lío- pues ven sólo en blanco y negro, -les decía- y seguramente olerán en colores... A esa altura Roko ya trataba de subirse y lamerle la cara...
Estos encuentros nos dieron oportunidad para conocer a muchas féminas del barrio.
Nuestro común amigo venía a vernos muy seguido y sospechosamente me pedía que lo dejase llevar a pasear...
Sí, les decía - pasear y de paso ligar, ¡eh!
Me miraba con sus ojos llenos de expresión, observando todos mis movimientos, tratando de adivinar mis pensamientos. Y creo que lo lograba casi siempre.
Ese primer fin de semana me seguía por toda la casa, sin perderme de vista y olfato continuamente, hasta que le dije- ¡Déjame de seguirme como un perrito!- ¡Ahí! ¡Quieto!- No te voy a dejar, tranquilo-le coloqué una alfombrita delante del balcón y le dije - échate tranquilo- y cuando pase una chica linda, que huela bien, claro, me avisas, ¿eh?.
Sorprendentemente hacía lo indicado. Bueno, no me avisaba con todas.
En cuanto le decía -¿damos una vuelta?-, en tono bajo, como si le hablase a una persona, comprendía inmediatamente, más aún si le decía la palabra “calle”, iba hasta donde estaba colgada la correa y el collar, y se sentaba a esperar que se lo pusiera, demostraba su alegría con gruñidos y moviendo la cola en vaivenes violentos barriendo el suelo. Aprendió rápido las órdenes mínimas: -sit-, para sentarse antes de cruzar la calle, y –vamos-, para reanudar la marcha. Lo llevaba con una traílla corta, sujetándolo casi por el collar, a la altura de mi mano, tal era la alzada.
A veces, estando sentado, al ir a cruzar la calle, le hablaba y pensando que le deba confianza. Se levantaba en dos patas, apoyándolas en el pecho a la altura de los hombros, tratando de lamerme la cara. Le enseñé a levantarse así, pero manteniendo el equilibrio. No me costó trabajo enseñarle a estar en esa posición mientras yo sostenía una rica galleta al principio entre los dedos y luego entre mis labios que él me la sacaba delicadamente. Muchas veces hacíamos ese truco en alguna plaza sorprendiendo a la gente.
Nuestro amigo David lo había encontrado y recogido unos meses atrás, estaba abandonado en una carretera una noche lluviosa, en que casi lo atropella, embarrado, sucio, y hambriento. Aunque sabía realmente que no podía mantenerlo, lo había recogido por lástima, pensando que lo podría dejar con alguien que se ocupara mejor que él. Pasaban los meses y no conseguía que nadie lo adoptara. A todo el mundo le encantaba el carácter, sobretodo de Roko, pero era demasiado grande para un apartamento, sólo me encontró a mí, que tenía bastante espacio, un buen balcón y una terraza.
Por su trabajo, tenía que ausentarse varios días seguidos de la ciudad, y un perro no puede estar varios días completamente solo. Era uno de los tantos cientos de perros que gente desaprensiva y sin verdadero cariño a sus mascotas, acostumbran a dejar abandonados cuando se hacen demasiado grandes o en el verano se van de vacaciones.
Nunca supimos, ni siquiera con ayuda de los veterinarios, a que mezcla de razas pertenecía, era grande, pero muy ágil, llegó a pesar más de 60 kilos, pelo castaño, grandes orejas caídas, y una mirada de sus ojos tiernos con una gota de tristeza que conmovía. Cuando entró en mi vida tenia aproximadamente 6 u 8 meses. Vivimos juntos más de cuatro años. Le celebrábamos el cumpleaños el primero de septiembre, al no saber la fecha exacta.
Al principio decidimos tenerlo a medias, pero al cabo de unos meses, por otros motivos, (David se había liado con una chica que no soportaba animales grandes, le daban miedo, tenía alergia al pelo, etc.etc.) Decidimos que se quedaría conmigo, con la condición de que cuando yo decidiera viajar, él vendría a cuidarlo a casa.

Lo puse al día con las vacunas y le mandé colocar un chip de identificación, que legalmente me pertenecía.
Nuestro amigo David, venía a menudo a casa y -me decía -¡lo extraño tanto!, ¡Es tan buen compañero!
Roko encantado con sus dos amigos, sus dos amos. Vecinos y vecinas del barrio lo conocían por su nombre, y sabían que lo compartíamos, cuando me veían solo, - preguntaban- ¿ y Roko? –o- ¿y David?, -o-¿Están bien?
En esa época se permitió que los perros pudiesen viajar en metro, así de esta manera elegíamos de ir a la playa o a la montaña.
Roko prefería ir a la montaña, al parque de Collserola, subiendo un poco desde la última estación, estaba una zona semi-urbanizada, y tenía grandes espacios solitarios, caminos o sendas, donde lo dejaba suelto y podía correr a su antojo. Ahí era donde se le notaba que era verdaderamente feliz. Se perdía a lo lejos, y en cuanto lo llamaba, venía corriendo, para volver a salir disparado.
Correteaba de aquí para allá, y si encontraba un gato lo perseguía hasta que el pobre perseguido se trepaba a un árbol.
Costó trabajo educarlo para que no los persiguiera, y más adelante conseguí que protegiera un gatito que adoptamos.
Su preferencia por la montaña, además de poder correr libremente, era por el rechazo al agua y por extensión al mar.
Era evidente que tenía un trauma de infancia, con respecto al agua.
David lo había encontrado en una carretera que bordea el mar, vaya a saber que experiencias negativas tuvo al ser abandonado, quizás un intento de ahogarlo, no me extrañaría de personas que son capaces de abandonar un perro.
Conseguí con esfuerzo que perdiese un poco ese miedo, pero nunca que se metiera en el mar, a lo sumo acercarse, caminar por la orilla, olfatear la arena, sentarse para cuando le pedía de posar para que le hiciese fotos, pero apenas mojarse las patas. Yo me metía en el agua y lo llamaba. Nada, miraba para otro lado, se sentaba y revolvía mi ropa. Se hacía el distraído. Ni con sus galletas preferidas conseguía que se acercara.
Lo llevaba a un estanque poco profundo, y poco a poco con la excusa de buscar la pelota, conseguí que se metiera, siempre receloso, sin mojarse el pecho, agarraba la pelota saliendo lo más rápido posible.
Inclusive para bañarlo era todo un trabajo, no sólo por el tamaño, sino por la resistencia que oponía, era cuestión de convencerlo con golosinas, agua tibia y paciencia, mucha paciencia. La primera vez que lo traté de bañar en la bañera de casa fue imposible. Conseguí mojarlo y yo quedé empapado, sin conseguir limpiarlo realmente. Entonces lo lleve a bañar a una tienda en el barrio donde una persona con práctica consiguió meterlo en una en una gran pileta seca, sin agua, y atarlo con dos gruesas correas a los lados, luego, ya que no se podía salir y apenas mover le empezó a echar agua y lo fue enjabonando. Yo me quedé a su lado, él me miraba desconcertado, pero se quedó tranquilo. Poco a poco se acostumbró a que lo bañase en casa y se dejaba hacer.
Cuando en verano vivimos un tiempo en la montaña, se dejaba bañar con el chorro de la manguera, sin oponer resistencia.
A la altura le tenía verdadero pavor.
Con razón, David me contó, que al poco de tenerlo, no supo cómo, se trepó a una ventana resbaló y cayó al vacío. Era un tercer piso, cayó en la planta baja, en un patio interior, que por suerte había un toldo, que destrozó, amortiguando el golpe. Tuvo que reponer el toldo, pues el vecino estaba furioso. No todos los días se caen perros por las ventanas. Superar ese trauma fue imposible.

Por fin tuve que viajar.
Como habíamos convenido, David vendría a casa para darle de comer, beber, y sacarlo a pasear.
A su vez David tuvo que conseguir otra persona por si tenía que ausentarse de la ciudad.
En un mes estuve de vuelta, con planes de un viaje próximo, seguramente sin retorno.
Había decidido, después de casi 30 años, retornar a Argentina.
La obligación más importante era colocar a Roko en algún lugar donde estuviera bien cuidado.
Tardé mucho en encontrarle un nuevo hogar.
La separación, por mi parte fue penosa, pero si quería irme no tenía otro remedio.
Por suerte encontré una pareja joven que se había instalado en una urbanización en las afueras de Barcelona con un gran jardín.
Un día se lo llevaron. Iba muy contento porque le encantaba viajar en auto. Vivía el instante, como siempre. Al llegar me telefonearon para decirme que después de una olfateada general a sus nuevos dominios, había comido bien y estaba, al parecer, conforme.
Yo sentí su ausencia dolorosamente. No podía estar en casa y me fui a pasar esa primera noche con unos amigos con quienes sólo hablé de mi perrito.

Pretendían un perro guardián, pero sólo servía su apariencia de lejos, porque trataba de hacerse amigo de todo desconocido que se acercaba a la verja. Consiguieron un entrenador que logró estando atado, que gruñera un poco, hasta parecía amenazador enseñando los dientes, ( seguramente sonreía) pero sólo de lejos. Si lo soltaban trataba de hacer amistad con todo el mundo..
Eso de hacer de guardián no le iba.

Estuvimos un tiempo viviendo en la tienda de Dolores.
Era un altillo que se accedía por una escalera de caracol, desde la papelería. Roko parece que nunca había visto una escalera tan rara, y no sabía como hacer para subir con su corpachón algo tan estrecho y empinado. Tampoco entendía para que subir si abajo había tanto espacio. Al fondo de la tienda había un gran patio con plantas.
Le tuve que explicar que íbamos a vivir allí un tiempo, y que tendría que aprender a subir y bajar esa escalera. En el patio podría tomar sol y estaríamos cerca de la playa. Lo de la playa parecía que no le entusiasmaba demasiado.
(Yo seguía con la idea de acostumbrarlo a que se metiera en el agua.)
Luego de varios intentos consiguió subir. Para bajar también le costó, pero en poco tiempo aprendió.
Dolores tenía un perrito, el Tete, que lo bajaba por las mañanas a la tienda, vivían en un departamento justo encima con entrada independiente. Tete con sus 14 años ya estaba dando signos de vejez, hacía poco se había quedado ciego aunque se desenvolvía muy bien, seguramente pensaba que era parte de la vida; en cierto momento malestares generales, quedarse ciego, y perder un poco el oído. Pero aún tenía bien desarrollado el olfato y sabía moverse gracias a los olores, aunque a veces se daba contra algún mueble, quedando como sorprendido.
Me conocía desde su niñez y en cuanto entraba, ya de lejos me olía y se ponía contentísimo, pues sabía que lo sacaría a pasear.
Era mestizo, talla mediano chico, color blanco con manchas marrones. Bien educado, había aprendido muchos trucos y entendía perfectamente -cuando quería - lo que le decíamos, aunque sabía hacerse el distraído, mirando para otro lado cuando no tenía ganas de obedecer.
Compartir ciertos espacios con Roko no le sentó muy bien, pero en poco tiempo lo aceptó continuando con la posesión total del departamento, con su balcón a la calle donde tomaba el sol y la parte de atrás, una galería que daba al patio, desde donde olía a Roko cuando estaba en el patio, pero sintiéndose dueño de ese espacio.

Unos días traje a Luna, la perra de unos amigos que tuvieron que viajar. La presencia de una dama ya le gustó algo más, estaba muy nervioso y excitado sin saber muy bien qué hacer. Nunca había tenido relaciones sexuales pero el instinto le susurraba algo.
Le daba un trato diferencial sacándolo solo a dar su paseo habitual.
Luego sacaba a Luna y Roko. A Luna le encantaba el agua y se metía sin miedo en el mar, pero eso no contagiaba para nada a Roko, que apenas se mojaba un poco las patas, quedándose en la arena.
Los días que se quedó Luna, dormían junto a mi cama, como dos buenos camaradas, a veces me despertaba incómodo por la noche y me lo encontraba encima de mi cama, casi sin dejarme sitio... Seguramente para demostrar a Luna que el tenía esa prioridad.
( Ver fotos de Tete, de Dolores y de sus hijos )

Comencé los preparativos de mi viaje.
Las siguientes semanas llamaba para saber de su adaptación. Me moría de ganas de verlo, de visitarlo, pero no sabía para quién iba a ser más traumático.
Roko vivía cada momento y era feliz. Así me decían. Como estaba acostumbrado a dos amos, no tardó en sentirse bien con ellos.
Lo fui a visitar un domingo. Lo vi bien. Tenía un gran espacio y eso en sí era bueno. Sabía que tendría una buena vida. Me fui tranquilo, pero apenado. No quise volver a verlo.
El trauma lo sufrí yo.
Aprendí de él a vivir cada momento. Adaptarme a su ausencia.

Amigo Roko, siempre estarás en mi corazón.
.